ESCRIBIR A MANO
por Carlos Gamerro
Todo lo que sea ficción lo escribo a mano (antes con lapiceras Pilot, después de la devaluación con las Uniball Signo, que son más baratas) en hojas oficio, lisas, para sentir mejor el vértigo de la página en blanco. La crítica y los guiones cinematográficos, en cambio, los escribo directamente en pantalla.
Estoy hablando de primeras versiones. La primera versión de un texto de ficción implica pasar de lo no verbal a lo verbal, del mundo a las palabras: por eso siempre es la más brava. El cuerpo es la única mediación posible entre ambos planos. El mundo entra en el cuerpo y – con suerte - se hace verbo. Al escribir a mano, el cuerpo pasa al trazo (quienes escriben a máquina saben que el cuerpo se manifiesta también en el impacto de las teclas en la página, por eso los criminólogos pueden identificar quién escribió un texto mecanografiado – pero claro, la caligrafía es buchona de manera infinitamente más guaranga. En la computadora, en cambio, se pierde todo rastro.) Mientras escribo, la propia caligrafía me indica hasta qué grado estoy compenetrado con lo que escribo. La sintaxis puede cumplir una función análoga, pero es menos inmediata. Hace falta detenerse, releer, quizás recién al día siguiente se vuelvan claras sus señales. La caligrafía es un indicador instantáneo.
“La parte más importante del estilo,” dice Orlando en Orlando, “es el correr natural de la voz en el habla.” No conozco una definición mejor, a no ser la más metafórica y jazzera “It don’t mean a thing if it ain’t got swing.” En última instancia, lo que se dice cuando se dice que un escritor “ha encontrado su voz” es que ha encontrado el ritmo, la respiración de su lenguaje, y quien encuentra su ritmo no puede equivocarse. “Nothing is muddy that runs in time” (Jack Kerouac). En tiempos de Shakespeare lo veían como la manifestación terrena de la música de las esferas, de los ritmos esenciales del universo captados en formato humano. Más modestamente, uno puede apropiarse de cualquier ritmo, que no necesita ser natural, originariamente: puede ser el de una máquina. Pero de alguna manera debe pasar por el cuerpo humano, porque el habla es respiración y el lenguaje es aire. Allen Ginsberg, para escribir el poema, empezaba por respirar; la inspiración y la exhalación encontraban una cadencia, el aliento empezaba a salir con ruidos, los ruidos se organizaban en sílabas, las sílabas se convertían en palabras y las palabras en líneas de longitud a veces constante y a veces variable: el poema seguía hasta que el poeta se quedaba literalmente sin aire.
“Ahora me está saliendo. Ahora el tiempo[1] está entrando en mi cerebro (cuando se escribe, el ritmo es lo más importante)” nos dice Bernard, el escritor de Las olas de Virginia Woolf.
Es tan físico como el deporte: el que corre, si no encuentra su aliento y su paso, enseguida se agota y para, y se pregunta para qué lo ha intentado; o si sigue, sigue por pura fuerza de voluntad, que viene a ser lo mismo para el caso. Quien los halla puede seguir horas y horas sin cansarse, y al final se siente inundado de plenitud y felicidad, junto con el cansancio. Y la fuerza de voluntad no tiene acá nada que ver: uno sigue corriendo porque parar, ahora, es lo menos fácil. Lo mismo vale para el lector: al leer, muchas veces, lo que cansa, lo que aburre, no es el tema, lo trivial o abstruso de las ideas, lo inverosímil de la trama: es esta falla del ritmo básico. El que lo encuentra puede, como Proust, o Saer, seguir dale que dale con cualquier cosa páginas y páginas y páginas, y no queremos que pare. Nuevamente, escribir a mano permite sentirlo de manera más íntima e inmediata, de la misma manera que el tango se entiende mejor bailándolo, que mirándolo o pensándolo.
Muchos supuestos problemas de sentido lo son en realidad de sonido: se siguen las ideas menos por su claridad o verdad que por el ritmo de las frases, al igual que es más fácil seguir un tema armónico que uno disonante; en un texto de Bernhard, o de Beckett, no hay una sola línea confusa, pero esto se debe menos a la claridad conceptual de los autores, que a su perfecta marcación rítmica.
Para traducir a Shakespeare, escuchaba la obra grabada, una y otra vez hasta que las palabras perdían sentido, y se convirtió en un mantra. Luego traducía: el ritmo se mantenía, cambiaba apenas el lenguaje; y las palabras aparecían como por arte de magia. Esto también lo escribí a mano.
Esta entrada en el ritmo es en sí misma una forma de meditación, porque en ella no hay distancia entre sujeto y objeto: el observador se funde con la llama, el artista con su lenguaje. El escritor (si de él se trata) habla desde la cosa misma, porque él se ha vuelto, con ella, uno. O, si queremos pasar de la explicación inmanente a la trascendente (lo mismo da, son metáforas), el escritor es un vehículo, un canal, habitado, atravesado, directamente por un dios o varios (o las musas, que son sus secretarias). Lo importante, es que de él mismo, en el momento de la escritura, no quede nada.[2] La palabra inspiración quiere decir exactamente eso, si es que quiere decir algo.
La caligrafía, el estilo, la sintaxis son, además, indicadores infalibles de la fineza de las percepciones, de la claridad de las ideas, de la honestidad de los sentimientos expresados (no necesariamente los del autor, sino – lo cual es mucho mas importante - del personaje). Si quiero describir un objeto real, expresar una emoción, desarrollar una idea, y ‘no me sale’ (la frase se complica, la oración no suena bien, aparecen las palabras menos adecuadas) no es un mero problema de forma: quiere decir que no he visto el objeto; que estoy expresando, quizás, no la emoción que tengo sino la que querría tener; que no digo lo que pienso sino lo que pensó otro y a mí me hubiera gustado haber pensando antes. Si tras intentarlo una y otra vez la cosa no marcha, es momento de pensar: ¿no será que no tengo que decir eso que quiero decir, sino otra cosa? ¿No será que estoy mintiendo? (la experiencia opuesta es igualmente válida: si expresando una opinión distinta de la mía, un sentimiento que me produce rechazo, la frase sale impecable, entonces cabe preguntarse: ¿no será que yo (o que alguno de mis múltiples yoes) realmente lo pienso y lo siento, pero no podía aceptarlo? (la parte maldita suele darnos esas sorpresas, por eso para algunos de nosotros es tanto más fácil hablar bien si lo hacemos a través de un personaje).
Otro motivo: desde La aventura de los bustos de Eva en adelante se me ha dado por anotar, como el obsesivo traductor de Cicatrices de Saer, todas las opciones que se me ocurren en un momento dado: a veces dos, a veces hasta seis o siete, y mis manuscritos se parecen cada vez más a ilustraciones gráficas de la distinción saussureana entre paradigma y sintagma. Y esto queda más bonito – sobre todo si se hace en muchos colores, para lo cual las Uniball son ideales – hecho a mano; es más difícil (más hincha, en realidad) hacerlo en computadora, imposible a máquina.
Corregir, en cambio, es pasar de palabras a palabras. El mundo ha sido convertido en lenguaje: ahora ese lenguaje puede ser pulido y refinado – o podrido y arruinado, según uno prefiera o se le cante. Cuando escribo la primera versión, necesito ser uno con lo que escribo; cuando leo y corrijo, necesito ser otro. Para corregir, suelo pasar la primera versión en computadora, y después trabajo a veces directamente sobre la pantalla, a veces corrigiendo el texto impreso a lápiz: lo mismo da, ya se ha convertido en una cuestión puramente práctica (si estoy en casa, o en un bar, o un ómnibus). Pero si el texto no funciona, si hay que escribirlo de nuevo, entonces vuelvo a la lapicera y la página en blanco.
La crítica también implica pasar de palabras a palabras. Simplemente que las palabras originales son de otro. Por eso puedo escribirla directamente en la computadora.
La computadora, he escuchado por ahí, sería ideal porque permite escribir a la velocidad del pensamiento. Esa es, para mí, justamente su falla. Porque la ficción no es pensamiento, es acción y materia, y conviene que su escritura sea lenta como el cuerpo. ¿De qué rapidez hablamos, cuando a veces es necesario un día entero para sacar un buen párrafo? ¿Quién nos corre por otra parte? (Saer, que escribía a mano, escribió directamente en la computadora el último capítulo de La grande. Pero eso fue porque se estaba muriendo.)
Un guión, en cambio, jamás debería escribirse (salvo que uno no disponga de otros medios) a mano. Hay por supuesto un imperativo de rapidez: los directores y los productores siempre los quieren para ayer. Además, si se escriben entre dos personas (como es mi caso, y como es siempre recomendable: el cine es una creación colectiva y conviene que así lo sea desde la base) es más práctico: los e-mails viajan más rápido y más barato que los manuscritos. Pero aun escribiendo solo, y con todo el tiempo del mundo por delante, puede ser contraproducente hacerlo a mano. Porque la materialidad del cine no está para nada en las palabras de las indicaciones escénicas, y apenas un poco en las de los diálogos, poco, muy poco, comparada con la materialidad de la música y las imágenes. Escribir a mano, y solo, puede darle a uno la idea equivocada de que es el autor. Puede darle a las palabras un peso que las hunda en lugar de hacerlas volar en el lugar que corresponde: en los labios de alguien. En el libro, las palabras son lo que hay: toda la realidad está en ellas. En el guión, las palabras (también los diálogos) son apenas una serie de instrucciones para realizar la obra, que está todavía muy lejos, en otra parte.
Por todo esto escribo mis textos de ficción a mano.
Este texto lo escribí directamente en pantalla.
por Carlos Gamerro
Todo lo que sea ficción lo escribo a mano (antes con lapiceras Pilot, después de la devaluación con las Uniball Signo, que son más baratas) en hojas oficio, lisas, para sentir mejor el vértigo de la página en blanco. La crítica y los guiones cinematográficos, en cambio, los escribo directamente en pantalla.
Estoy hablando de primeras versiones. La primera versión de un texto de ficción implica pasar de lo no verbal a lo verbal, del mundo a las palabras: por eso siempre es la más brava. El cuerpo es la única mediación posible entre ambos planos. El mundo entra en el cuerpo y – con suerte - se hace verbo. Al escribir a mano, el cuerpo pasa al trazo (quienes escriben a máquina saben que el cuerpo se manifiesta también en el impacto de las teclas en la página, por eso los criminólogos pueden identificar quién escribió un texto mecanografiado – pero claro, la caligrafía es buchona de manera infinitamente más guaranga. En la computadora, en cambio, se pierde todo rastro.) Mientras escribo, la propia caligrafía me indica hasta qué grado estoy compenetrado con lo que escribo. La sintaxis puede cumplir una función análoga, pero es menos inmediata. Hace falta detenerse, releer, quizás recién al día siguiente se vuelvan claras sus señales. La caligrafía es un indicador instantáneo.
“La parte más importante del estilo,” dice Orlando en Orlando, “es el correr natural de la voz en el habla.” No conozco una definición mejor, a no ser la más metafórica y jazzera “It don’t mean a thing if it ain’t got swing.” En última instancia, lo que se dice cuando se dice que un escritor “ha encontrado su voz” es que ha encontrado el ritmo, la respiración de su lenguaje, y quien encuentra su ritmo no puede equivocarse. “Nothing is muddy that runs in time” (Jack Kerouac). En tiempos de Shakespeare lo veían como la manifestación terrena de la música de las esferas, de los ritmos esenciales del universo captados en formato humano. Más modestamente, uno puede apropiarse de cualquier ritmo, que no necesita ser natural, originariamente: puede ser el de una máquina. Pero de alguna manera debe pasar por el cuerpo humano, porque el habla es respiración y el lenguaje es aire. Allen Ginsberg, para escribir el poema, empezaba por respirar; la inspiración y la exhalación encontraban una cadencia, el aliento empezaba a salir con ruidos, los ruidos se organizaban en sílabas, las sílabas se convertían en palabras y las palabras en líneas de longitud a veces constante y a veces variable: el poema seguía hasta que el poeta se quedaba literalmente sin aire.
“Ahora me está saliendo. Ahora el tiempo[1] está entrando en mi cerebro (cuando se escribe, el ritmo es lo más importante)” nos dice Bernard, el escritor de Las olas de Virginia Woolf.
Es tan físico como el deporte: el que corre, si no encuentra su aliento y su paso, enseguida se agota y para, y se pregunta para qué lo ha intentado; o si sigue, sigue por pura fuerza de voluntad, que viene a ser lo mismo para el caso. Quien los halla puede seguir horas y horas sin cansarse, y al final se siente inundado de plenitud y felicidad, junto con el cansancio. Y la fuerza de voluntad no tiene acá nada que ver: uno sigue corriendo porque parar, ahora, es lo menos fácil. Lo mismo vale para el lector: al leer, muchas veces, lo que cansa, lo que aburre, no es el tema, lo trivial o abstruso de las ideas, lo inverosímil de la trama: es esta falla del ritmo básico. El que lo encuentra puede, como Proust, o Saer, seguir dale que dale con cualquier cosa páginas y páginas y páginas, y no queremos que pare. Nuevamente, escribir a mano permite sentirlo de manera más íntima e inmediata, de la misma manera que el tango se entiende mejor bailándolo, que mirándolo o pensándolo.
Muchos supuestos problemas de sentido lo son en realidad de sonido: se siguen las ideas menos por su claridad o verdad que por el ritmo de las frases, al igual que es más fácil seguir un tema armónico que uno disonante; en un texto de Bernhard, o de Beckett, no hay una sola línea confusa, pero esto se debe menos a la claridad conceptual de los autores, que a su perfecta marcación rítmica.
Para traducir a Shakespeare, escuchaba la obra grabada, una y otra vez hasta que las palabras perdían sentido, y se convirtió en un mantra. Luego traducía: el ritmo se mantenía, cambiaba apenas el lenguaje; y las palabras aparecían como por arte de magia. Esto también lo escribí a mano.
Esta entrada en el ritmo es en sí misma una forma de meditación, porque en ella no hay distancia entre sujeto y objeto: el observador se funde con la llama, el artista con su lenguaje. El escritor (si de él se trata) habla desde la cosa misma, porque él se ha vuelto, con ella, uno. O, si queremos pasar de la explicación inmanente a la trascendente (lo mismo da, son metáforas), el escritor es un vehículo, un canal, habitado, atravesado, directamente por un dios o varios (o las musas, que son sus secretarias). Lo importante, es que de él mismo, en el momento de la escritura, no quede nada.[2] La palabra inspiración quiere decir exactamente eso, si es que quiere decir algo.
La caligrafía, el estilo, la sintaxis son, además, indicadores infalibles de la fineza de las percepciones, de la claridad de las ideas, de la honestidad de los sentimientos expresados (no necesariamente los del autor, sino – lo cual es mucho mas importante - del personaje). Si quiero describir un objeto real, expresar una emoción, desarrollar una idea, y ‘no me sale’ (la frase se complica, la oración no suena bien, aparecen las palabras menos adecuadas) no es un mero problema de forma: quiere decir que no he visto el objeto; que estoy expresando, quizás, no la emoción que tengo sino la que querría tener; que no digo lo que pienso sino lo que pensó otro y a mí me hubiera gustado haber pensando antes. Si tras intentarlo una y otra vez la cosa no marcha, es momento de pensar: ¿no será que no tengo que decir eso que quiero decir, sino otra cosa? ¿No será que estoy mintiendo? (la experiencia opuesta es igualmente válida: si expresando una opinión distinta de la mía, un sentimiento que me produce rechazo, la frase sale impecable, entonces cabe preguntarse: ¿no será que yo (o que alguno de mis múltiples yoes) realmente lo pienso y lo siento, pero no podía aceptarlo? (la parte maldita suele darnos esas sorpresas, por eso para algunos de nosotros es tanto más fácil hablar bien si lo hacemos a través de un personaje).
Otro motivo: desde La aventura de los bustos de Eva en adelante se me ha dado por anotar, como el obsesivo traductor de Cicatrices de Saer, todas las opciones que se me ocurren en un momento dado: a veces dos, a veces hasta seis o siete, y mis manuscritos se parecen cada vez más a ilustraciones gráficas de la distinción saussureana entre paradigma y sintagma. Y esto queda más bonito – sobre todo si se hace en muchos colores, para lo cual las Uniball son ideales – hecho a mano; es más difícil (más hincha, en realidad) hacerlo en computadora, imposible a máquina.
Corregir, en cambio, es pasar de palabras a palabras. El mundo ha sido convertido en lenguaje: ahora ese lenguaje puede ser pulido y refinado – o podrido y arruinado, según uno prefiera o se le cante. Cuando escribo la primera versión, necesito ser uno con lo que escribo; cuando leo y corrijo, necesito ser otro. Para corregir, suelo pasar la primera versión en computadora, y después trabajo a veces directamente sobre la pantalla, a veces corrigiendo el texto impreso a lápiz: lo mismo da, ya se ha convertido en una cuestión puramente práctica (si estoy en casa, o en un bar, o un ómnibus). Pero si el texto no funciona, si hay que escribirlo de nuevo, entonces vuelvo a la lapicera y la página en blanco.
La crítica también implica pasar de palabras a palabras. Simplemente que las palabras originales son de otro. Por eso puedo escribirla directamente en la computadora.
La computadora, he escuchado por ahí, sería ideal porque permite escribir a la velocidad del pensamiento. Esa es, para mí, justamente su falla. Porque la ficción no es pensamiento, es acción y materia, y conviene que su escritura sea lenta como el cuerpo. ¿De qué rapidez hablamos, cuando a veces es necesario un día entero para sacar un buen párrafo? ¿Quién nos corre por otra parte? (Saer, que escribía a mano, escribió directamente en la computadora el último capítulo de La grande. Pero eso fue porque se estaba muriendo.)
Un guión, en cambio, jamás debería escribirse (salvo que uno no disponga de otros medios) a mano. Hay por supuesto un imperativo de rapidez: los directores y los productores siempre los quieren para ayer. Además, si se escriben entre dos personas (como es mi caso, y como es siempre recomendable: el cine es una creación colectiva y conviene que así lo sea desde la base) es más práctico: los e-mails viajan más rápido y más barato que los manuscritos. Pero aun escribiendo solo, y con todo el tiempo del mundo por delante, puede ser contraproducente hacerlo a mano. Porque la materialidad del cine no está para nada en las palabras de las indicaciones escénicas, y apenas un poco en las de los diálogos, poco, muy poco, comparada con la materialidad de la música y las imágenes. Escribir a mano, y solo, puede darle a uno la idea equivocada de que es el autor. Puede darle a las palabras un peso que las hunda en lugar de hacerlas volar en el lugar que corresponde: en los labios de alguien. En el libro, las palabras son lo que hay: toda la realidad está en ellas. En el guión, las palabras (también los diálogos) son apenas una serie de instrucciones para realizar la obra, que está todavía muy lejos, en otra parte.
Por todo esto escribo mis textos de ficción a mano.
Este texto lo escribí directamente en pantalla.
[1] Tiempo musical, beat, en inglés.
[2] “Cuando la gente compara a Shakespeare y a Jane Austen, quizás quieran decir que las mentes de ambos habían consumido todos los impedimentos; y por esa razón no conocemos a Jane Austen y no conocemos a Shakespeare, y por esa razón Jane Austen está en cada palabra que escribió, y también lo está Shakespeare.” Virginia Woolf: Un cuarto propio.
1 comentario:
Carlos Gamerro, a raíz de un blog que abrí hace poco (www.escritasamano.blogspot.com) me puse a buscar "laderos". Y me encontré con Escribir a mano: superinteresante, sustancioso, ágil, revelador. Gracias por darme/nos la ocasión de leerlo también así.
Memi Varrone
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