DÓBERMAN (de Gustavo Ferreyra), por Edgardo Scott

DÓBERMAN
de Gustavo Ferreyra
Emecé, 2010
por Edgardo Scott


En la presentación de Dóberman, en noviembre del año pasado, Gustavo Ferreyra soltó una de esas expresiones típicas de sus narradores. Dijo, refiriéndose a la ambientación de la novela en los años noventa, que “también la derecha tiene sus locuritas”. Al decir también Ferreyra sintetizaba dos sentidos; el primero reciente, ya que hacía un momento había estado hablando sobre la locura (o locuritas) de su personaje, Joaquín Riste, un paranoico que va cambiando de piel – de dóberman a showman, de chofer de embajada a espía argentino-americano en Polonia- aunque nunca estemos seguros de que esas mutaciones estén en algún otro lugar que no sea su cabeza. Lo único indudable es su locura y el constante y progresivo deterioro que lo va afectando. Pero por otro lado, al decir locuritas, Ferreyra aludía a esa caracterización que siempre se atribuye a la izquierda, de desear cosas imposibles, ideales, cosas irrealizables y locas. Por eso aclaraba: La derecha también tiene sus locuritas, y muchos pensamos que una de esas locuritas fue el menemismo, y también el uno a uno, la entrada al primer mundo, los cohetes que despegarían de una base en Córdoba para, en dos horas, y después de pasar por la estratósfera, llegar a China, Japón o cualquier parte del mundo. Pero como suele pasar con la locura, a sus espaldas quedan una suma de miserias y padecimientos inauditos. En Dóberman, Ferreyra escribe: “él sabía que la locura era terrosa y opaca y era arcilla partida en varios pedazos”.

No fui el único esa noche en detenerme en aquella expresión -de hecho, confirmé que no lo fui, cuando Martín Kohan, uno de los presentadores la subrayó-. Pero, ¿por qué Ferreyra dice locuritas y no locuras?, o en singular: locura. ¿Por qué el plural y el diminutivo? Tal vez el repaso de la lectura de Dóberman pueda aportar, aunque parcial, algún esclarecimiento, sobre por qué sería central en el caso de Ferreyra la elección de ciertos giros y palabras.

Primero el diminutivo. ¿Por qué locuritas y no locuras? En Dóberman, como en toda la obra de Ferreyra, hay un reparo en los detalles. Ferreyra se detiene, como tal vez ningún otro autor argentino, en los detalles de la narración; sus narradores fondean en las insignificancias (un rictus, un tono de voz, un ademán). Tal vez suceda porque para Ferreyra, palabra y acto son un par indisociado. Por eso cada palabra involucra un acto distinto; no vale en su caso aquello de una palabra por otra. Sus narradores van hacia un punto en el que cada objeto es un aleph donde se concentra todo el universo del ojo que mira. De esta forma, nunca habría grandes causas que movilicen las acciones, si no pequeños sismos, a veces fortuitos o fatales, pequeños desvíos o encuentros, que tienen el poder de trastornarlo todo. Un ejemplo: en Dóberman para situar a la madre de Riste, el narrador no va a hacer un largo análisis psicológico, sino que se va a detener simplemente en mostrar que era una pedigueña y que iba dejando, para la humillación de su hijo, “soretitos por todos lados, incontables. Su querida mamita incontinente.” Para Ferreyra son más importantes los pequeños crímenes -como también las pequeñas causas- que los grandes. Esto se debe, probablemente, a que el problema fundamental que Ferreyra viene escribiendo a través de toda su obra, es un problema ético. A nadie como a Ferreyra le calzaría tan bien la profecía de Lenin: “la ética es la estética del futuro”. Sólo la ética repara en los pequeños gestos, actos y crímenes.

¿Por qué el plural? ¿Por qué locuritas y no locurita o locura? En Dóberman la locura es múltiple, no sólo de Riste, el protagonista. Locos están los médicos y enfermeros, loca está la madre, loca está la hermana -que dicho sea de paso, acaba suicidándose, y sin embargo, es curioso, es una de las que parece más humana y sensata en la novela- loco está el ministro, el presidente, y sobre todo loco está el que narra, el narrador. Y como el narrador está atravesado por la locura no podemos saber hasta qué punto ha pasado todo lo que ha pasado en la novela. O por qué, por dar un ejemplo, el mundo se dividiría en topos, dóbermans y conejos. Lo cierto es que esa voz trastornada, locuaz y exasperante, es la que, como sucede muchas veces con la locura, nos puede hacer morir de risa, o nos puede asustar y hasta angustiar dolorosamente. Como Kafka, en eso Ferreyra tiene la ductilidad Shakespereana. Y aunque los lectores no duden en que están ante una tragedia, eso no significa que para representarla, el narrador deba acudir, tiempo completo, a un tono oscuro o melancólico. En Dóberman ingresamos en un solo mundo, un mundo cerrado, pero a través de todos los estados de ánimo, de todas las sensaciones.

Hay un tema de Manu Chao que repite “vanity kills” (la vanidad mata). Durante el menemismo, el éxito se terminó de importar y afirmar como valor y parámetro de todo. Alguien no es sino en tanto sea exitoso. Un escritor no exitoso, no cuenta como escritor. Un profesional no exitoso, no cuenta como profesional. Y a su vez, en tanto sea exitoso, en cambio, puede serlo en todo (o puede serlo todo). Esa es la ecuación del poder actual. No por nada se inauguró en esos años la idea de que un exitoso deportista pueda ser un gran político; un exitoso empresario pueda ser un gran político, un exitoso cómico pueda ser un gran político y, lo mismo a la inversa. Un poderoso lo puede todo y puede con todo. Riste es un ejemplo de eso; Riste no desea otra cosa: triunfar. Vencer. Descollar. Ser lo máximo. Sin importar la tarea que esté fantaseando o desempeñando, y sin importar incluso, si esa tarea en verdad le interesa. Muy por lo bajo se advierte otro deseo, más verdadero en él; es un deseo larvado que funciona como dístico en la novela y que, de hecho, determina el final: el deseo de que una mujer -una dóberman- lo asesine. El deseo de que una mujer lo redima y lo salve, aunque para eso -un poco a la manera de Deutsches Requiem- haya que eliminarlo a él mismo

Beckett, Walser, Nietzsche, Gombrowicz, Saer, Celine, Barret, Kafka, Joyce, Thomas Mann, y sobre todo, para mí, Thomas Bernhard, conviven como fantasmas o demonios de estilo en esta novela y en toda la obra de Ferreyra. Dóberman es una novela sobre la locura, pero sólo en tanto la locura pueda considerarse, menos como anomalía psíquica de una minoría enferma, que como falla ética, como egoísmo omnívoro, a nivel individual, social, y siempre, político. Vanity kills.

1 comentario:

Grupo Alejandría dijo...

Gran novela. Y gran analisis de Sir Edgard Patrick Scott. Grande diretor o seor da oscuridade O Maese Burzi! Muitas saudades pra voces!

LECTORES QUE NOS VISITAN