JIRONES DE VIDA: EVITA Y ELIGIA EN EL DESIERTO Y SU SEMILLA, DE JORGE BARÓN BIZA (Adelanto del ensayo El fin de siglo y la novela única: Jorge Baron Biza y Salvador Benesdra)
por Facundo Gauna
“Me quema en el alma, me duele en mi carne y arde en mis nervios.”
Anteúltimo discurso de Eva Duarte;
17/10/1951
I. Contexto.
En 1998, con más de 50 años, Jorge Baron Biza publica de su propio bolsillo la única novela que llegará a escribir, titulada inicialmente Leyes de un silencio. Será El desierto y su semilla. En septiembre de 2001 se suicida tirándose del piso doce de su departamento en la Ciudad de Córdoba.
La novela, de fuerte impronta autobiográfica, narra los hechos posteriores a la agresión que sufre su madre Clotilde (Eligia en la ficción) por parte de su padre Raúl (Arón).
Rosa Clotilde Sabattini fue profesora de historia, pedagoga, presidenta del Concejo Nacional de Educación, responsable del primer estatuto docente, hija del gobernador radical cordobés Amadeo Sabattini, figura antagónica de Eva Duarte de Perón (se llevaban unos seis meses), encarcelada en el primer gobierno peronista, exiliada en Uruguay en el segundo, injustamente sesgada en la historia nacional, y veinte años menor que su marido Raúl Barón Biza, un radical revolucionario yrigoyenista, escritor de novelas iconoclastas con aura de malditismo, millonario que derrochó su fortuna entre la militancia política y las putas europeas.
El domingo 16 de agosto de 1964 los
padres de Jorge Baron Biza se dieron cita junto con sus abogados en el
departamento de Raúl en la Capital Federal para darle cierre al postergadísimo divorcio
de un matrimonio que duró, entre idas, venidas y desavenencias, casi tres
décadas.
Transcurrido cierto tiempo de la reunión
Raúl, contra todo pronóstico, le tiró a la cara de Clotilde el contenido de un
vaso de whisky: era vitriolo, un ácido corrosivo. Unas horas después, ya solo
en su habitación y con su esposa internada de urgencia en un hospital, se puso una
robe de chambre adornada con caireles de seda, tomó un veneno que en vez de
matarlo, se comenta, le aflojó las tripas y entonces, recostado en la cama con
un whisky a mano (ahora sí un whisky), se metió un tiro de un revólver .38
largo en la cabeza.
A partir de este hecho un veinteañero Jorge
Baron Biza acompañará a su madre (vagabundeos y borracheras mediante) primero en
Buenos Aires para las curaciones elementales, luego en Milán aspirando a la
reconstrucción de ese rostro deshecho, geológico.
Es este el material del que se nutre el
autor para crear un artefacto ficcional en el que consigue, transgrediendo la
fuente de origen de la narración, correr al lector de la lectura llana autobiográfica
para llevarlo al terreno de la literatura.
Dijo Baron Biza: “Se leyó mucho lo autobiográfico y el sufrimiento no legitima la literatura. Lo que legitima la literatura es el texto.”
II. Carne (fragmento).
(En El
desierto y su semilla: el doctor Calcaterra empeñado en la reconstrucción
del rostro vitroleado de Eligia. En la Argentina, una década atrás: el médico
Pedro Ara contratado para la conservación, el embalsamamiento del cuerpo de
Evita.)
Christian Ferrer, ensayista y sociólogo, se encargó en varias oportunidades de poner un foco lúcido en el tema de la carne: “Todos los oficios y vicisitudes asumidos por los protagonistas de la novela de Jorge Barón tienen inmediata intimidad con el cuerpo: cirujanos plásticos, enfermeras, prostitutas, pacientes postrados en sanatorios, propietarios de casas de pompas fúnebres, el cadáver embalsamado de Eva Perón. Es ésta una obra singular y notable que se integra a los pocos libros argentinos que interrogan el drama de la carne.”
Eligia. Evita. La casualidad del hecho
histórico de haber coincidido las dos (Clotilde, Evita) a pocos kilómetros de distancia
en la ciudad de Milán: una muerta, ocultada bajo tierra, preservada y sin
embargo un cuerpo que ha sido robado, mutilado, ultrajado y vuelto a recuperar;
la otra viva, también ultrajada, violentada, en constante transformación,
paciente en varios sentidos. “[…] una, perfecta, eterna, enterrada a escondidas
y bajo falso nombre; otra, destrozada, ansiosa de trabajar, tratando de regenerar
su propio cuerpo bajo la mirada asombrada de todos.”
Evita no del todo eterna, o en todo caso
no tan perfecta (la posibilidad de la corrupción de la carne y su vulnerabilidad
ya se habían impreso en su cuerpo, tanto en vida como embalsamado), aunque sí
para el sello y el mito, el relato y la posteridad (en el orden de lo intangible).
En la novela, cuando por fin la bruma de
las especulaciones y las fake news de
entonces se esfumaron y se descubre el destino del cuerpo de Eva Perón, Mario
Gageac, el narrador, habla del “cadáver hermoso e intacto de la mujer del
General” (corre el año 1971). Jorge Baron Biza ubica al narrador asentándose en
la imaginería en torno al cadáver de Evita en aquellos años setenta dejando de
lado la información que tanto él al momento de escribirla como gran parte del
país en los ’90 ya tenían acerca del derrotero de ese cuerpo embalsamado y no
precisamente “intacto”: Tomás Eloy Martínez publicó Santa Evita en 1995. Pero nunca se desentiende. Escribe, con una
referencia algo elíptica sobre el daño que se presume le hicieron al cuerpo, haciendo
hablar a una anciana que trabajó en la casa de una hermana de Eva Perón: “Entonces aprovecharon sus enemigos para
robarle el cuerpo de la Señora, que ya estaba embalsamada, que se dice, y se la
vía como el angelito que siempre hai sido, y ahí le hicieron eso que le han
hecho. ¡Vaya Dios a saber las maldades que le han hecho!”
Y las dos, Evita y Eligia, bajo la
sombra del ácido: en una como amenaza latente, en otra como tragedia consumada.
“Este cuerpo es imputrescible, eterno.
Solo lo podrían destruir el fuego o algunos ácidos.” (*)
La Santa. La Mártir. La Inmaculada. La
Milagrosa. Sigue la anciana: “–… [A los doce años] jugando golpeó el mango de la sartén que estaba al fuego, y el aceite
quemó todo su cuerpo de angelito. […] Fue
tanto el dolor de la quemazón que se quedó muda, en silencio, a la luz de los
refucilos. […] Quedó convertida en
una costra que caminaba, una imagen que metía miedo a los otros chicos. Pero la
costra cayó un día como un solo molde, en una pieza, y debajo se vio una piel
como nunca nadie vio, una Compañera amasada en el dolor y la quemazón.”
“Eligia no gritaba; se arrancaba la ropa
y gemía en voz baja. […] Eligia solo gemía, con la boca cerrada, y se arrancaba
sus ropas mojadas con ácido quemándose también las palmas […]”.
Las grandes oradoras enmudecidas ante el
dolor, estoicas.
“–De
todas maneras, se odiaban.”, la interpela Mario a una Eligia convaleciente en
el hospital de Milán. “Ella pensó largamente antes de responder «sí».”
Las dos regresarán a la Argentina. Una, embalsamada, acabará en una bóveda del cementerio de la Recoleta, resguardada bajo el peso de dos placas de acero a varios metros de profundidad; la otra, viva, arrojándose al vacío desde la altura, al igual que su hijo Jorge, quitándose la vida.
(*) Frase tomada de un artículo periodístico que le lee el personaje de Mario a Eligia en el hospital de Milán; la frase corresponde a una cita del encargado de la preservación y embalsamamiento del cuerpo de “la mujer del General” (se entiende que refiere a Pedro Ara). Nos indica Baron Biza en el apartado “Fuentes” al final de la novela: “Algunos fragmentos del artículo periodístico del capítulo IV han sido sugeridos por «Aquí yace Eva Perón», Buenos Aires, enero de 1966”.
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5 comentarios:
Excelente trabajo de Facundo Gauna
No conocía la relación entre los personajes pero la nota despertó en mi mucho interés...felicitaciones...
Desconocía la historia que unía a estas dos mujeres. Un texto muy interesante.
Excelente nota!! Muy bien documentada y muy acertada la analogía entre los dos personajes. Bellas imágenes y metáforas y datos muy interesantes sobre la historia trágica de la familia Barón Biza. Felicitaciones! Milly Vázquez
Excelente historia vinculando estas dos mujeres quemadas y mutiladas. Una, el mito, la otra la esposa y madre de. Hay una obra de teatro ahí.
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