ENCUESTA SOBRE EDICIÓN: MARTÍN CRISTAL

MARTÍN CRISTAL

a) ¿Cuál es tu opinión sobre la autoedición o “edición de autor”? ¿Te autoeditaste alguna vez?

La autoedición es un recurso válido para cualquier escritor y cualquier libro. Sobre todo resulta útil para óperas primas y libros con formatos raros, públicos minoritarios o temas muy específicos, difíciles de integrar en catálogos preexistentes.

Hay quienes la demeritan al percibirla como un camino fácil o autoindulgente, con poco valor por no pasar ningún filtro más que el de la voluntad y el dinero propios. Piensan: “así cualquiera publica”.

Pero es que, precisamente: cualquiera publica. Si no se pide permiso para escribir, tampoco hay por qué pedirlo para publicar. Cada quien lo hace como puede o le pinta. Y después se verá qué sucede con eso. A la larga, lo que vale es el juicio de los lectores.

Recordemos además que el supuesto descrédito de autoeditarse solo integra los usos y costumbres del círculo literario, que tiene mucho de conservador, pero no los de otros ámbitos artísticos. En los grupos de teatro independiente es natural la autogestión (que también abarca la difusión, sin andar acusándola de “autobombo”). En la escena musical indie, los artistas no siempre buscan un sello preexistente: producirse ellos mismos no va en detrimento de la obra. El historietista que, para autopublicarse, crea su propio sello, suele terminar dando charlas a los pares que desean transitar el mismo camino (o editándolos). Incluso al interior de la literatura, el mandato protocolar varía según el género: en la poesía, la autoedición es más aceptada y frecuente que en la narrativa. Estos ejemplos demuestran que solo hablamos de meras normas de etiqueta, y no de éticas supremas o morales inamovibles.

En cuanto a mí, mi primer libro fue una autoedición; acá ya conté cómo fue el proceso. Me sabía muy joven para publicar, pero me alentaban ejemplos como el de Bioy Casares, que sacó su ópera prima a los catorce años: una autoedición bancada por el padre. Bioy nunca reeditó ese título ni ningún otro de la media docena que antecedería a su hit, La invención de Morel. Suele pasar con los primeros libros (autoeditados o no). Leí por ahí que, en algunas tertulias, Bioy solía divertir a sus invitados leyéndoles un texto pésimo, sin decirles quién era el autor. Todos reían; luego él les confesaba que el fragmento era de alguno de esos primeros libros suyos.

b) Cuando llega a tus manos un libro que es una edición de autor, ¿lo abordás con algún prejuicio? ¿Nos podés dar algún ejemplo de algún libro autoeditado que recomiendes?

Un lector que desprecie cualquier edición de autor sin abrirla, solo porque a priori piensa que el 90% de las autoediciones son una mierda, simplemente evidencia que desconoce la Ley de Sturgeon.

En mi caso, intento hacer la vista gorda con los posibles errores de factura editorial y con ciertos deslices escriturales (sobre todo si fuera la ópera prima de alguien muy joven). No siempre lo consigo, pero trato de ver más allá: ¿se vislumbra, dentro del carbón, un diamante en potencia? ¿Hay algo interesante o rescatable? Durante la lectura, el texto es solo un texto. Debe defenderse solo.

Recomendaciones: una obvia es el primer libro de Borges, Fervor de Buenos Aires (1923), que fue una autoedición; lo considero uno de sus poemarios más bellos. La tirada inicial fue de 300 ejemplares, con un grabado de su hermana en la portada. Según María Esther Vázquez —en Borges. Esplendor y derrota—, “ya publicado el libro, Borges no supo bien qué hacer con él ni cómo distribuirlo. Pero ideó un sistema para hacerlo llegar a aquellos cuya opinión le interesaba. Iba a las reuniones literarias y, cuando se retiraba, deslizaba con disimulo un ejemplar de Fervor en el bolsillo de los abrigos solitarios colgados del perchero”. Para bibliófilos y coleccionistas, esos ejemplares hoy son piezas muy codiciadas.

En Córdoba tenemos el caso emblemático de Juan Filloy: sus primeros siete libros —Periplo (1931), ¡Estafen! (1932), Balumba (1933), Op Oloop (1934), Aquende (1935), Caterva (1937) y Finesse (1939)— fueron impresos por Ferrari Hermanos en Buenos Aires, con tiradas de entre 300 y 500 ejemplares; los distribuyó el propio Filloy, entre personas de su interés. Recién en 1967, tras treinta años sin publicar (aunque el autor sí continuara escribiendo), Paidós reeditaría Op Oloop. Todo esto lo detalla Mónica Ambort en Juan Filloy. El escritor escondido.

Y cómo no recomendar la gran novela de Jorge Baron Biza, El desierto y su semilla (1998), pagada de su propio bolsillo tras haber penado por varias editoriales. Salió por Simurg; veinte años y algunas reediciones después, la novela llegaría a tener traducción en EE.UU. y ser elogiada en The New York Times.

c) Fuera de las diferencias que suelen haber en tirada, distribución y prensa, ¿nos darías tu punto de vista de por qué se considera “más seria” una edición en la que el autor no paga por ser editado? ¿Es tan importante la figura del editor?

La “seriedad” no emana del hecho de que el autor pague o no pague por la edición de su obra, sino del contexto en el que esa obra aparecerá publicada. No es lo mismo que ingrese en un catálogo compatible, o con cierto prestigio previo, a que nazca solita desde una imprenta —es decir, sin contexto alguno— o que surja en un sello variopinto que publica mayormente cualquier cosa, sin más exigencia que la de cobrarles a los autores.

De ahí la intuición probabilística que hace desconfiar a muchos lectores: piensan que lo más factible es que una autoedición no valga la pena, toda vez que no ha pasado por ningún tamiz ni cuenta con el aval simbólico del circuito literario.

Ese “prestigio editorial” es una imagen construida por los sellos para sí mismos y por el campo literario como sumatoria o cruce de esos esfuerzos. Dicho cruce promedia de forma descentralizada sus parámetros de selección (qué se edita o premia, qué temas, géneros o estilos están de moda, cuál es el nivel mínimo de “lo publicable”), pero también los de multiplicación y expansión (tiradas, distribución, reimpresiones, traducciones) y los de legitimación y discusión (difusión, reseñas, críticas, listas, reconocimientos; charlas, ferias, festivales). De lo económico se habla menos: el dinero se ve como un tema impropio para quienes prefieren departir sobre la prístina transparencia del valor simbólico. Por supuesto, ese silencio favorece a quienes manejan la billetera.

La autoedición, en cambio, habla de dinero sin tapujos y casi no se somete a selección alguna. Tampoco se encuentra tan encadenada a cronogramas ajenos que dilatan la salida del libro: el autor pierde menos tiempo, aunque en todos los pasos siguientes casi no cuente con más apoyo que el de sus propias fuerzas. Esta es una gran desventaja.

De estas diferencias surge que muchos autores elijan transitar el via crucis editorial (o esperar que alguien “los descubra”, lo cual tiende a no suceder). Prefieren probarse, “jugar el juego”. Pero, ¿es siempre literaria e impoluta la selección editorial de los textos? Claro que no. Los grandes grupos se guían cada vez más por la rentabilidad; ya casi no hay corazonadas o lineamientos estéticos propios o predefinidos que se estructuren en la forma de un catálogo razonado. ¿Y las editoriales independientes? En muchas esa llama sí se mantiene viva, aunque se sabe que en algunos catálogos se puede entrar pagando, sin que por eso el sello se revele como una editorial “de servicio”. También influyen aspectos ajenos al texto, como las relaciones sociales del escritor, la circulación de su nombre, su lugar de residencia, su ideología y sus potenciales “dobles roles” (además de autor, ¿es también crítico o reseñista, editor en otro sello, tallerista, traductor, académico, activista, figura mediática? En suma, ¿algo que nos sirva?).

Toda esta trama no siempre es conocida por los lectores. Ellos solo suelen ver el trabajo de una editorial y su inversión económica en un libro dado como una “apuesta” por ese contenido (el cual, a partir de esa confianza, “algún valor ha de tener”). Ese prestigio percibido de la editorial es un rasgo más entre otros apriorísticos —autor, estilo, género, tema…— que gravitan en la elección de un libro. Y está bien: son parámetros útiles para orientarse en el mar de novedades que inunda las librerías. No obstante, la verdadera valoración del texto —si bien influida por esas informaciones externas— es siempre posterior: deviene de la lectura. Esa es la instancia crucial. Y puede favorecer tanto al libro de una editorial como a una edición de autor.

En cuanto a la figura del editor o la editora: sin duda es importante, y más aún con la atención creciente que —en todo el campo cultural— han ido ganando los otros trabajos que conviven con el del artista/creador. Ante la atomización de la oferta literaria, para los lectores resulta orientador descubrir un sello editorial cuyos criterios coincidan con sus gustos e intereses. El sello en sí se vuelve una referencia, una suerte de curaduría. La autoedición por lo general carece de esta ventaja.

Publicar con un editor es pasar la prueba de la mirada del Otro: una valiosa instancia de aprendizaje. Cuando la relación editor-autor funciona como debe, el proceso resulta enriquecedor para ambas partes. No es que con la autoedición no se aprenda, pero en ciertos aspectos equivale a prolongar el proceso solitario de la escritura. Un buen editor gravita positivamente sobre la obra por el contrapunto que producen sus sugerencias para mejorarla, y también por su esfuerzo por darla a conocer y lograr que circule y sea apreciada. En esa dinámica, el texto debería mejorar. Por supuesto, es vital que la relación autor-editor sea colaborativa, con respeto y confianza mutua. Por el contrario, un mal editor influye negativamente por sus errores o su displicencia, por todo aquello que podría hacer y no hace, ya sea por desconocimiento, por descuido o pereza, por engaño, por mercachifle o por pecho frío.

Ahora bien: si un editor rechaza nuestro texto, o si lo acepta pero la colaboración posterior no llega a buen puerto y se suspende, no por eso el texto desaparece o deja de existir como tal. No habrá alcanzado la forma de libro con esa editorial, pero sí podrá hacerlo más adelante con alguna otra, o en otro soporte… o a través de la autoedición. Que esa posibilidad esté siempre al alcance no la vuelve indigna ni mucho menos.

 (REGRESAR AL ÍNDICE)

1 comentario:

Anónimo dijo...

La autoedicion es válida. Seguro que ha pasado, por lo menos, por las manos de un corrector. Hoy es el camino de muchos. Si manejas habilmente Internet puedes crearte un mercado de lectores. Fernando Cianciola

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